Algunos dicen que “la tierra llama”. Aunque no estoy
segura si la llamada es telefónica, por escrito o telepática, considero ese
pequeño dicho una verdad. Y me atrevo a decir esto porque, al menos en mi caso,
cualquier pretexto es bueno para olvidarlo todo y escaparme al Distrito Federal.
Cabe señalar que, aunque vivo, estudio y trabajo en la zona norte del Estado de
México, el viaje hacia la capital es poco menos que una travesía: Es una
aventura épica, casi casi un martirio.
Y sin embargo añoro tomar la camioneta Toreo-Satélite
que, después del viaje a través de una Avenida José López Portillo
congestionada por el fenómeno Mexibús,
y una excursión magnífica por todo Periférico Norte, me lleva hasta los andenes
de la estación del metro Cuatro Caminos. Desde que pongo un pie en ese asfalto –cubierto por una capa de mugre, pero asfalto al fin–, mi forma de ver las cosas cambia por completo.
Al bajar las escaleras del andén A del paradero norte,
las voces chillonas de los vendedores, el olor a orines mezclado con el de la
comida chatarra y el roce entre cuerpos humanos invade mis sentidos. A pesar de
que se habla mucho de delincuencia en este lugar y sus alrededores, una
sensación de calma empieza a apoderarse de mí. Ya estoy en la Ciudad de México,
en el lugar que me vio nacer, donde tuve mi primer hogar y donde –a pesar del constante caos, de la contaminación y del
interminable ruido–
siempre encuentro alivio.
Para cuando llego al tren, todos los
asientos están ocupados. El viaje no será muy largo, así que no me pesa tanto
irme de pie. ¡Hay muchísima gente! No hemos salido de Cuatro Caminos y ya
siento que pierdo, por lo menos, dos costillas. Afuera hace un frío de los mil diablos
y aquí ya me estoy rostizando. ¿Qué este tren no piensa avanzar? ¡Ah, ya nos
vamos! Me emociono tanto que empiezo a escribir una especie de oda en mi mente.
“¡Oh, Distrito Federal! ¡Yo que recorro tus entrañas
subida en una serpiente naranja marca Bombardier…!”
Ya no termino mi falsa poesía. Olvidé cuántas estaciones son hasta Tacuba. Ah,
son dos. ¿Por qué todo se ve tan lejos? Creo que son mis anteojos, ya me falta
graduación. Bueno, eso y mi estatura. Si fuera más alta no tendría tantos
problemas. ¡Tacuba, Tacuba! Salir del vagón es volver a respirar.
Eso del transborde es otra aventura. No sólo hay que
esquivar vendedores, también a sus compradores, y ni hablar de las señoras que
cargan bultos más grandes que sus personas, del joven que no sabe que existe la
ducha o de la pareja de novios (o de amantes, o lo que sea) que piensa que el
espacio público exige una exhibición de caricias.
Bueno, al menos ya pasé de la línea azul a la naranja.
¿Cuántas estaciones para Auditorio? ¿Dónde carajo está ese plano? San Joaquín,
Polanco, Auditorio… San Joaquín, Polanco, Auditorio. ¡Donde se me olvide! Oh,
ahí viene el convoy, y si creí que para viajar hasta aquí tuve que convertirme
en archivo .mp3, ahora siento que
estoy a punto de transformarme en uno .rar.
El reloj me dice que llevo tiempo de sobra, pero no me quiero arriesgar. De
todas maneras, mucha o poca, no me gusta la gente.
Y ahora que hablamos de gente, apenas subo al vagón un
tipo de tez morena, cabello largo trenzado, bigote desaliñado y un par de ojos
de jícama con chile me mira de pies a cabeza. Sí, se dio cuenta de que lo estoy
viendo y ni así se detiene. ¡Qué carajo! Ya no me gusta tanto el metro. Más que
aventurada en las entrañas de la ciudad, me siento atrapada en el sistema
digestivo de aquel reptil naranja.
¡Ay, no…! ¿Por qué nos detuvimos? ¿Dónde es esto? ¿Polanco?
Sí, una estación más y llego a mi destino. ¿Pero por qué no avanza el tren? Ya
siento las albóndigas de esta tarde a medio gañote. Bueno, al menos estoy
protegida del viejo ese que casi me desnuda con la mirada. ¿Y cómo le voy a
hacer para salir? No estoy muy lejos de la puerta, pero a su alrededor hay más
personas de las que alcanzo a contar. Menos mal que llevo tiempo de sobra, si
no…
¡Ya! ¡Ya por fin avanzamos! Bueno, aquí voy: Rodillas
flexionadas, un pie a considerable distancia del otro, mochila asegurada… ¡Metro
Auditorio! ¡Puerta abierta! “This is
Sparta!” ¡Soy libre, soy libre…! ¡Diablos! Ahora mi bufanda se quedó en el
vagón. Ah, no, el chico que viene atrás la rescató. ¡Muchas gracias! Bueno, si
no quieres no sonrías. Es más, finge que no existo. Eso me saco por intentar
ser amable.
En fin… ¡qué fácil fue librar ese mar de gente frente a
la puerta! Creo que mi breve carrera en el futbol americano ayudó. Bueno, eso y
mi estatura. Si fuera más alta no tendría tantas ventajas. Muy bien,
suficiente. Me aproximo a la salida… Aunque no estoy muy segura de que sea la
indicada. Doy un par de vueltas con toda discreción, y al final me decido a continuar
por ahí.
Vuelve el frío endemoniado. Me pongo el abrigo y mientras
subo me doy cuenta de que no hay rastros de luz de día a mi alrededor. Eso me despierta
una especie de curiosidad. Todavía tengo unos minutos para vagar. ¿Qué hago? De
repente, frente a mí, aparece un montón de edificios gigantescos, iluminados
con toda clase de artefactos, desde las potentes lámparas en sus interiores
hasta las luces anticolisión de sus antenas.
Camino hacia la izquierda y me encuentro frente a frente
con el Auditorio Nacional. Nunca he venido a un concierto en este lugar. Ahora
que lo veo con detenimiento, goza de una
singular belleza. Sigo mis instintos y subo las escaleras del recinto con
ansias. Cuando estoy en la cima miro a mi alrededor; Es entonces cuando
recuerdo por qué amo tanto mi ciudad de origen.
No es la basura, el transporte público o el mar de gente
lo que me llama. No, más bien es todo lo que hay debajo, eso que se halla en
suelo más profundo que el del metro. Quizá nadie más lo sepa, pero en esa
tierra fangosa en la que nos hundimos unos centímetros por año aún vive nuestro
pasado, nuestras raíces, nuestras viejas historias. Todas ellas murmuran un
canto que sólo los capitalinos sabemos escuchar. Lo descubrimos en todas sus
calles, en sus inmensos edificios, entre los autos y sobre las banquetas. Lo
develamos incluso en la panza de un convoy Bombardier.
Algunos dicen que “la tierra llama”, y cuando los chilangos la escuchamos,
corremos a atender su llamado montando una serpiente de color naranja.