1 oct 2016

Serpiente de color naranja

Algunos dicen que “la tierra llama”. Aunque no estoy segura si la llamada es telefónica, por escrito o telepática, considero ese pequeño dicho una verdad. Y me atrevo a decir esto porque, al menos en mi caso, cualquier pretexto es bueno para olvidarlo todo y escaparme al Distrito Federal. Cabe señalar que, aunque vivo, estudio y trabajo en la zona norte del Estado de México, el viaje hacia la capital es poco menos que una travesía: Es una aventura épica, casi casi un martirio.

Y sin embargo añoro tomar la camioneta Toreo-Satélite que, después del viaje a través de una Avenida José López Portillo congestionada por el fenómeno Mexibús, y una excursión magnífica por todo Periférico Norte, me lleva hasta los andenes de la estación del metro Cuatro Caminos. Desde que pongo un pie en ese asfalto cubierto por una capa de mugre, pero asfalto al fin, mi forma de ver las cosas cambia por completo.

Al bajar las escaleras del andén A del paradero norte, las voces chillonas de los vendedores, el olor a orines mezclado con el de la comida chatarra y el roce entre cuerpos humanos invade mis sentidos. A pesar de que se habla mucho de delincuencia en este lugar y sus alrededores, una sensación de calma empieza a apoderarse de mí. Ya estoy en la Ciudad de México, en el lugar que me vio nacer, donde tuve mi primer hogar y donde a pesar del constante caos, de la contaminación y del interminable ruido siempre encuentro alivio.

Para cuando llego al tren, todos los asientos están ocupados. El viaje no será muy largo, así que no me pesa tanto irme de pie. ¡Hay muchísima gente! No hemos salido de Cuatro Caminos y ya siento que pierdo, por lo menos, dos costillas. Afuera hace un frío de los mil diablos y aquí ya me estoy rostizando. ¿Qué este tren no piensa avanzar? ¡Ah, ya nos vamos! Me emociono tanto que empiezo a escribir una especie de oda en mi mente.

“¡Oh, Distrito Federal! ¡Yo que recorro tus entrañas subida en una serpiente naranja marca Bombardier…!” Ya no termino mi falsa poesía. Olvidé cuántas estaciones son hasta Tacuba. Ah, son dos. ¿Por qué todo se ve tan lejos? Creo que son mis anteojos, ya me falta graduación. Bueno, eso y mi estatura. Si fuera más alta no tendría tantos problemas. ¡Tacuba, Tacuba! Salir del vagón es volver a respirar.

Eso del transborde es otra aventura. No sólo hay que esquivar vendedores, también a sus compradores, y ni hablar de las señoras que cargan bultos más grandes que sus personas, del joven que no sabe que existe la ducha o de la pareja de novios (o de amantes, o lo que sea) que piensa que el espacio público exige una exhibición de caricias.

Bueno, al menos ya pasé de la línea azul a la naranja. ¿Cuántas estaciones para Auditorio? ¿Dónde carajo está ese plano? San Joaquín, Polanco, Auditorio… San Joaquín, Polanco, Auditorio. ¡Donde se me olvide! Oh, ahí viene el convoy, y si creí que para viajar hasta aquí tuve que convertirme en archivo .mp3, ahora siento que estoy a punto de transformarme en uno .rar. El reloj me dice que llevo tiempo de sobra, pero no me quiero arriesgar. De todas maneras, mucha o poca, no me gusta la gente.

Y ahora que hablamos de gente, apenas subo al vagón un tipo de tez morena, cabello largo trenzado, bigote desaliñado y un par de ojos de jícama con chile me mira de pies a cabeza. Sí, se dio cuenta de que lo estoy viendo y ni así se detiene. ¡Qué carajo! Ya no me gusta tanto el metro. Más que aventurada en las entrañas de la ciudad, me siento atrapada en el sistema digestivo de aquel reptil naranja.

¡Ay, no…! ¿Por qué nos detuvimos? ¿Dónde es esto? ¿Polanco? Sí, una estación más y llego a mi destino. ¿Pero por qué no avanza el tren? Ya siento las albóndigas de esta tarde a medio gañote. Bueno, al menos estoy protegida del viejo ese que casi me desnuda con la mirada. ¿Y cómo le voy a hacer para salir? No estoy muy lejos de la puerta, pero a su alrededor hay más personas de las que alcanzo a contar. Menos mal que llevo tiempo de sobra, si no…

¡Ya! ¡Ya por fin avanzamos! Bueno, aquí voy: Rodillas flexionadas, un pie a considerable distancia del otro, mochila asegurada… ¡Metro Auditorio! ¡Puerta abierta! “This is Sparta!” ¡Soy libre, soy libre…! ¡Diablos! Ahora mi bufanda se quedó en el vagón. Ah, no, el chico que viene atrás la rescató. ¡Muchas gracias! Bueno, si no quieres no sonrías. Es más, finge que no existo. Eso me saco por intentar ser amable.

En fin… ¡qué fácil fue librar ese mar de gente frente a la puerta! Creo que mi breve carrera en el futbol americano ayudó. Bueno, eso y mi estatura. Si fuera más alta no tendría tantas ventajas. Muy bien, suficiente. Me aproximo a la salida… Aunque no estoy muy segura de que sea la indicada. Doy un par de vueltas con toda discreción, y al final me decido a continuar por ahí.

Vuelve el frío endemoniado. Me pongo el abrigo y mientras subo me doy cuenta de que no hay rastros de luz de día a mi alrededor. Eso me despierta una especie de curiosidad. Todavía tengo unos minutos para vagar. ¿Qué hago? De repente, frente a mí, aparece un montón de edificios gigantescos, iluminados con toda clase de artefactos, desde las potentes lámparas en sus interiores hasta las luces anticolisión de sus antenas.

Camino hacia la izquierda y me encuentro frente a frente con el Auditorio Nacional. Nunca he venido a un concierto en este lugar. Ahora que lo veo con detenimiento,  goza de una singular belleza. Sigo mis instintos y subo las escaleras del recinto con ansias. Cuando estoy en la cima miro a mi alrededor; Es entonces cuando recuerdo por qué amo tanto mi ciudad de origen.


No es la basura, el transporte público o el mar de gente lo que me llama. No, más bien es todo lo que hay debajo, eso que se halla en suelo más profundo que el del metro. Quizá nadie más lo sepa, pero en esa tierra fangosa en la que nos hundimos unos centímetros por año aún vive nuestro pasado, nuestras raíces, nuestras viejas historias. Todas ellas murmuran un canto que sólo los capitalinos sabemos escuchar. Lo descubrimos en todas sus calles, en sus inmensos edificios, entre los autos y sobre las banquetas. Lo develamos incluso en la panza de un convoy Bombardier. Algunos dicen que “la tierra llama”, y cuando los chilangos la escuchamos, corremos a atender su llamado montando una serpiente de color naranja.

La Promesa: Una serie "bien pagá"

Galardonada como “mejor serie” en los Premios SHIFT del año pasado y con diversas nominaciones en los Premios India Catalina, “La promesa”, producción colombiana transmitida en 2013 por Caracol Televisión, llega a las pantallas mexicanas como una de las propuestas más fuertes para el horario nocturno de canal 5 de Televisa. Ésta cuenta la historia de dos colombianas y una mexicana quienes -por medio de engaños- caen en las garras de una red internacional de trata de personas.

El primer capítulo de la serie es estremecedor, pues inicia en un centro nocturno de España donde Ana (Julieth Restrepo), Frida (Aislinn Derbez) y Seleni (Nicole Santamaría) ejercen obligadamente la prostitución. Tras un intento desesperado por huir de sus captores, un dramático flashback lleva al espectador al momento en que fueron enredadas en aquél negocio multimillonario del cual ellas jamás sacan un beneficio. Aquí la historia se parte en tres y vuelve a ser una cuando las protagonistas son llevadas a Panamá.

Conforme avanza, la serie se vuelve un crudo vistazo a la trata de blancas, tema nunca antes abordado en la televisión latinoamericana. Es un acierto de CMO Producciones (cuna de “La promesa”) valerse de un tabú social que al mismo tiempo representa una de las principales problemáticas de países hispanohablantes, pues no sólo añade realismo a la producción, también denuncia la realidad y advierte del peligro a las jóvenes susceptibles a caer en engaños como los que sufren Ana, Frida y Seleni.

Las actuaciones de las protagonistas, que reflejan dolor e ingenuidad, son creíbles y consistentes. Puede que la construcción adecuada de los personajes sea de gran ayuda. También destaca el desempeño de antagonistas como Hamilton (Juan Sebastián Calero), cuya frialdad provoca escalofríos, y ni hablar de la actuación estelar de Jesús Ochoa como “Don Vicente”, que contiene una expresividad muy por encima de lo verbal.

Por desgracia no es posible decir lo mismo de otros actores. Tal es el caso de Brian Moreno (Jorge), que si bien fue nominado a un par de premios por su trabajo, en realidad deja mucho que desear y su interpretación se cae en momentos determinantes de la historia. Ocurre algo similar con Luis Roberto Guzmán (Juan Lucas), que aunque lleva bien su papel de “malvado”, hay instantes en  los que suena y se ve poco creíble.

A pesar del tinte oscuro y la temática punzante de la serie, llama la atención el trabajo de fotografía. Primero que nada, debe decirse que para “La promesa” se utilizaron lentes 4K en las cámaras, equipo común en las producciones cinematográficas, que habla de una considerable apuesta económica por parte de CMO. Las tomas panorámicas de los lugares donde se desarrolla la historia (con locaciones en México, Colombia, Panamá y España) son de colores contrastantes y bien definidos.

Otro de los elementos más destacables de esta serie es la banda sonora. “La bien pagá”, interpretada por Elsa Rovayo  La Shica, destaca no sólo por su ritmo pegajoso, también por la letra, que de manera conveniente resume el contenido de la producción televisiva en una metáfora. Las piezas musicales fueron bien seleccionadas para complementar los momentos más intensos de la trama. Entre los artistas que suenan en ella se encuentran Lila Downs, César López y Victoria Sur.



En general, es una serie entretenida y que vale la pena ver desde el primer y hasta el último capítulo, pues aunque la temática es bastante densa, el ritmo jamás decae. Quizá hay casos particulares donde las cosas se salen de lo realista, pero se puede confiar que esos pequeños defectos ayudarán a consolidar la historia conforme avanza. “La promesa” es justo eso: una promesa de contenido de calidad en la televisión latinoamericana, que con el tiempo –y sus respectivas recompensas– se volverá muy “bien pagá”.

Al community manager le dieron "crunch"

El community management es una estrategia mercadológica que nació a raíz del auge de las redes sociales en el mundo entero. Como toda táctica, tiene sus reglas y limitantes, cosas que al parecer los community managers (CM) de Nestlé México no han entendido todavía. Hace poco más de una semana, el encargado de la cuenta de Twitter de la barra de chocolate Crunch lanzó el tuit “A los de Ayotzinapa les dieron crunch”, y no sólo indignó a la comunidad cibernética mundial, también puso en duda su propia capacidad para trabajar adecuadamente.

Tras la reacción de los usuarios de Twitter y la viralización del caso, la empresa se disculpó dentro de un nuevo tuit en el que decían que su cuenta había sido “vulnerada”. De todas las formas en que pudieron salir del paso, escogieron la menos creíble. Incluso han intentado darle seriedad a esta versión con la apertura de una averiguación previa para descubrir al culpable de tan vergonzosa situación.

Es muy bien sabido entre los CMs que para garantizar la presencia de una marca en los temas del momento de Twitter es necesario relacionar sus publicaciones con alguna noticia popular o con un hashtag en boga. Seguramente eso intentó el administrador de la cuenta de Crunch para llamar la atención y formar parte de la convivencia en torno al tema: Gigantesco error que –sin duda alguna– le costó el empleo.

Ese mismo fin de semana, la cadena de pizzerías 50 Friends, sucursal Reforma, publicó en Twitter mensajes ofensivos en torno a los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa y las acciones de protesta encabezadas por sus familiares, estudiantes y población en general. El impacto de ello en redes sociales se dejó ver pronto, y la empresa se disculpó al adjudicar el error a su gerente y a un cajero, que de acuerdo a sus declaraciones, fueron despedidos inmediatamente. Resulta igual de indignante y, sin embargo, 50 Friends terminó con mucha mayor credibilidad que Crunch.

Cabe destacar que no es la primera vez que suceden este tipo de cosas en internet. En agosto de 2012, el CM de Saba pidió a sus seguidoras subir una foto con sus tampones, sólo para ser considerado como algo “vulgar” de su parte. El año pasado, el banco JPMorgan Chase & Co. ofreció que su director respondiera las dudas de los usuarios de Twitter sin pensar en que les lloverían críticas por su papel en la crisis financiera. Algo parecido ocurrió con Epicurious, restaurante de Estados Unidos, tras los atentados en el maratón de Boston: Se ganaron el desprecio de la comunidad cibernética con tuits como "Boston, nuestros corazones están con ustedes. Este es un tazón de desayuno energético que todos podemos usar para comenzar hoy" y "En honor de Boston y Nueva Inglaterra, le sugerimos: bollos de arándanos de grano entero". No aprender de tales incidentes es una falta de percepción y de memoria reprobables cuando representas a una multinacional de la talla de Nestlé.



Aunque la mercadotecnia en redes sociales sigue en pañales, un CM debe estar consciente de todo lo anterior y pensar en ello cada vez que se dispone a manejar la cuenta de la empresa para la que trabaja. Quizá la persona detrás del Twitter de Crunch pensó, como en muchas ocasiones, que el humor negro mexicano tendría buenos efectos en la red. Para su desgracia, México no se ríe de Ayotzinapa, así como tampoco se mofa de los sucesos de Tlatelolco en 1968. El community management no sólo implica responder mensajes y publicar imágenes en Twitter o Facebook, también exige sensibilidad y raciocinio para no tocar las fibras más sensibles de una sociedad como la mexicana, que vive en constante tensión tras lo ocurrido con 43 guerrerenses cuyo paradero continúa siendo un misterio.